12.6.09

AVISO: ¿Van a ir?

Chicos de 'el lunes':
Omar me comentó que quizá estarían ocupados con sus trabajos finales. POR FAVOR. Avísenme oportunamente (no el mero lunes) si tendrán oportunidad de presentarse al taller. Algunas compañeras me confirmaron que tendrán examen en sus salón.
Gracias por su atención y buen fin de semana.

8.6.09

Pesadillas reales

Por Lilia G. Mancilla

Se escucharon unos pequeños pasitos que hacían crujir las hojas tiradas debido al otoño.

. . . .

Norma era una chica amante de la naturaleza que se encontraba de excursión. Dio un paseo por el bosque; de repente, unas finas gotas le rozaron la larga cabellera. A unos pocos metros, encontró una capilla de aspecto siniestro. Corrió hacia ese lugar para refugiarse de la terrible tormenta.
A pesar de que los relámpagos iluminaban todo el bosque, la capilla seguía en la penumbra. El único objeto brillante que se encontraba en ese sitio era una hermosa caja musical, fabricada de oro, lo cual le daba un aspecto demasiado viejo, de la época medieval.


Al poner atención detenidamente, descubrió que desprendía una dulce melodía. Se encontraba abierta. En el centro resaltaba una pequeña figura: un muchacho bailando solo como si su pareja fuera invisible o lo hubiera abandonado.
La jovencita se dejó llevar por la música y comenzó a bailar. Empezaba a sentirse exhausta y decidió dormir sobre el altar donde estaba la cajita musical.
Una brillante luz la hizo despertar; ésta provenía de uno de los vitrales de la capilla. Sabía que era muy tarde. Se levantó apresuradamente y cuando salió, vio un enorme castillo ubicado a cien metros de ahí… ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado?
Comenzó a explotar todo el terreno. Para llegar a aquel castillo, debía atravesar un pequeño río que lo rodeaba. Había un lindo puente construido de fina madera y adornado de flores que desprendían un delicioso aroma. No apareció ningún animal. Era algo extraño.
El castillo era sumamente hermoso. De un estilo singular. Bello y tenebroso. Aparentemente, nadie lo habitaba. Totalmente desierto. Las habitaciones estaban cubiertas de polvo. Tenía una gran torre de donde salía la bella melodía de aquella caja musical. Quería saber qué había en ese lugar.
Las escaleras se le hacían infinitas. Empezaba a anochecer. Cuando abrió la gruesa puerta, vio algo sorprendente. Un chico bailaba al ritmo de la música. Se parecía al de la pequeña cajita. Él no se había percatado de Norma. Ella intentó acercarse un poco más.
La habitación se volvió obscura. El muchacho desapareció. En su lugar, apareció una figura; alguien que se cubría con una capa.
–Era hora de que llegaras... Norma–, dijo una voz cruel.
Ella recordó quien era. Una temible bruja que la había atormentado en sus sueños desde que era pequeña. La hechicera Marlene. Siempre la perseguía diciéndole que le robaría lo más preciado para ella.
–Bruja... Marlene.
–Me recuerdas, ¿cierto? Creí que te habías olvidado de mí.
–Cómo podría, si protagonizaste muchas de mis pesadillas.
–Tienes mucha razón, pero me da mucho gusto verte de nuevo.
–No puedo decir lo mismo...
Nunca había confiado en ella, aunque sólo viviera en sus sueños. Sabía que detrás de ese rostro inexpresivo se encontraba la maldad. Había hecho algo horrible.
–¿Qué le has hecho a ese pobre chico? Responde.
–El príncipe no quiso obedecerme. Así que comencé a perseguirte a ti. Tuve que encerrarlo en la cajita musical que encontraste.
–Una trampa... eres más astuta de lo que creí.
–Gracias. Y ahora, pienso arrebatarte eso que tanto necesito.
Se lanzó hacia ella. Rodaron por el piso. Norma sólo pensaba en cómo quitársela de encima y rescatar al noble príncipe, quien también se había presentado en sus sueños. Podría matarla, pero... ¿cómo?
Claro. Lo que necesitaba estaba en la capilla. La aventó contra la pared y empezó a correr rápidamente. Era muy ágil. La hechicera no podía alcanzarla.
Llegó a su destino y buscó desesperadamente lo que mataría a la bruja. Un pequeño cristal que se encontraba dentro de la caja musical. Al principio, no se había dado cuenta de su existencia, hasta que recordó la escena de la capilla.
La maldita hechicera se acercó a ella y trató de tomarla por el cuello, pero Norma fue más rápida. Le clavó el cristal de la luz eterna en el pecho, donde se encontraba su corazón.
La bruja comenzó a hacerse polvo. El fuerte viento se la llevó, sin dejar rastro alguno.
Cuando la joven dio vuelta se topó con el apuesto príncipe de la cajita musical. Ambos hicieron una reverencia y se tomaron de las manos. La música surgió y empezaron a danzar por toda la capilla. El amanecer iluminó el bosque... el inicio del día se adornó del trinar de las aves.

. . . .

Todos buscaban a Norma. Estaban desesperados. La tormenta había cesado. Lograron llegar a la capilla donde creían que estaría nuestra joven amiga. No había nada. Sólo una pequeña caja musical, hecha de oro, donde reposaban dos bailarines que danzaban al compás de la dulce melodía...

FIN


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El texto pertenece a una dinámica que consistió en un sorteo de argumentos ideados por los mismos integrantes del taller. Cada autor debía desarrollarlo a su gusto y darle un final a la historia. El que le tocó a Lilia fue el siguiente:

"La pequeña Norma es una amante de la naturaleza, un día se fue de excursión y de repente se encuentra con una pequeña capilla; entró, ya que estaba lloviendo y se da cuenta de que hay algo raro en el altar, se acerca y de repente aparece en un castillo".

7.6.09

A propósito de la novela que leemos...

Lo que dice Pennac en este derecho me libera de cierta culpa (tonta culpa) por disfrutar como cuando tenía 15 años de una lectura como Los vivos y los muertos. Si es buena o mala no es el caso, lo que sí es indiscutible es que tiene emocionalmente prendados a la mayoría.
Nos vemos mañana en la biblioteca.

Gustave Flaubert,
autor de 'Madame Bovary'.

6
El derecho al bovarismo
(enfermedad de transmisión textual)


Eso es, grosso modo, el bovarismo, la satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones: la imaginación brota, los nervios se agitan, el corazón se acelera, la adrenalina sube, se producen identificaciones por doquier, y el cerebro confunde (momentáneamente) lo cotidiano con lo novelesco.
Es nuestro primer estado colectivo de lector.
Delicioso.
Pero bastante pavoroso para el observador adulto que, casi siempre, se apresura a agitar un «buen título» bajo las narices del joven bovariano, gritando: —Bueno, supongo que Maupassant es «mejor», ¿no?
Calma…, no cedamos al bovarismo; digámonos que, a fin de cuentas, la propia Emma no era más que un personaje de novela, es decir, el producto de un determinismo en el que las causas sembradas por Gustave sólo engendraban los efectos —por verdaderos que fueran— deseados por Flaubert.
En otras palabras, no porque un joven coleccione novelas rosa acabará tragándose un cucharón de arsénico.
Forzarle la mano en esta fase de sus lecturas significa separarnos de ella renegando de nuestra propia adolescencia. Y también privarla del placer incomparable de desalojar mañana, y por sí misma, los estereotipos que, hoy, parecen arrojarla fuera de ella.
Es de sabios reconciliarnos con nuestra adolescencia; odiar, despreciar, negar o simplemente olvidar el adolescente que fuimos es en sí una actitud adolescente, una concepción de la adolescencia como enfermedad mortal.
De ahí la necesidad de acordarnos de nuestras primeras emociones de lectores, y de levantar un altarcito a nuestras antiguas lecturas. Incluidas las más «estúpidas». Desempeñan un papel inestimable: conmovernos de lo que fuimos riéndonos de lo que nos conmovía. No hay duda de que los muchachos y las muchachas que comparten nuestra vida ganan con ello en respeto y en ternura.
Y luego decirse también que el bovarismo es —junto con alguna más— la cosa mejor repartida del mundo: siempre la descubrimos en el otro. No es extraño que a la vez que vilipendiamos la estupidez de las lecturas adolescentes, colaboremos en el éxito de un escritor telegénico, del que nos burlaremos tan printo como haya pasado de moda. Las modas literarias se explican ampliamente por esta alternancia de nuestros entusiasmos iluminados y de nuestros repudios perspicaces.
Jamás crédulos, siempre lúcidos, pasamos el tiempo sucediéndonos a nosotros mismos, convencidos para siempre de que madame Bovary es el otro.
Emma debía compartir esta convicción.

Bibliografía:
PENNAC, Daniel, Como una novela, Anagrama Colección Argumentos, España, 11ª ed., 2006, 159-160 pp.

* La reproducción es usada para fines didácticos y su contenido es propiedad de su autor