19.4.09

Darse el tiempo...

3
El derecho a no terminar un libro*

Hay treinta y seis mil motivos para abandonar una novela antes del final: la sensación de ya leída, una historia que no nos engancha, nuestra desaprobación total a las tesis del autor, un estilo que nos pone lo pelos de punta, o por el contrario, una ausencia de escritura que no es compensada por ninguna razón de seguir adelante… Inútil enumerar las 35,995 restantes, entre las cuales hay que colocar sin embargo la caries dental, las presecuciones de nuestro jefe de oficina o un seismo amoroso que petrifica nuestra cabeza.
¿El libro se nos cae de las manos?
Que se caiga.
Al fin y al cabo no todo el mundo puede ser Montesquieu para ofrecerse por encargo al consuelo de una hora de lectura.
Sin embargo, entre todas las razones que tenemos para abandonar una lectura, hay una que merece cierta reflexión: el vago sentimiento de una derrota. He abierto, he leído, y no he tardado en sentirme sumergido por algo que notaba más fuerte que yo. He concentrado mis neuronas, me he peleado con el texto, pero imposible, por más que tenga la sensación de que lo que está escrito allí merece ser leído, no entiendo nada —o tan poco que es igual a nada—, noto una «extrañeza» que me resulta impenetrable.
Lo dejo estar.


Marilyn y 'Ulises" de James Joyce (abajo).


O, mejor dicho, lo dejo a un lado. Lo coloco en mi biblioteca con la vaga intención de insistir algún día. El Petesburgo de Andrei Biely, Joyce y su Ulises, Bajo el volcán de Malcm Lowry, me han esperado durante años. Hay otros que me siguen esperando, algunos de los cuales probablemente no recuperaré jamás. No es un drama, así es la vida. La noción de «madurez» es algo extraño en materia de lectura. Hasta una determinada edad, no tenemos edad para determinadas lecturas, de acuerdo. Pero, contrariamente a las buenas botellas, los buenos libros no envejecen. Nos aguardan en nuestros estantes y somos nosotros quienes envejecemos. Cuando nos creemos suficientemente «maduros» para leerlos, los abordamos de nuevo. Entonces, una de dos: o se produce el encuentro, o es un nuevo fiasco. Es posible que lo intentemos una vez más, quizá no. pero está claro que no es culpa de Thomas Mann que yo no haya podido, hasta ahora, alcanzar la cumbre de su Montaña mágica.
La gran novela que se nos resiste no es necesariamente más difícil que otra…, existe entre ella —por grande que sea— y nosotros —por aptos para «entenderla» que nos estimemos— una reacción química que no funciona. Un buen día simpatizamos con la obra de Borges que hasta entonces nos mantenía a distancia, pero pertenecemos toda nuestra vida aislados de la de Musil…

Jorge Luis Borges (abajo).



Entonces tenemos dos opciones: o pensar que es culpa nuestra, que nos falta una casilla, que albergamos una parte irreductible de estupidez, o hurgar del lado de la noción muy controvertida de gusto e intentar establecer el mapa de los nuestros.
Es prudente recomendar a nuestros hijos esta segunda solución.
Y más aún cuando puede ofrecer un placer excepcional: releer entendiendo al fin por qué no nos gusta. Y otro placer excepcional: escuchar sin emoción al pedante de turno berrearnos al oído:
—Pero ¿cóooomo es posible que no le guste Stendhaaaaaal?
Es posible.


Bibliografía:

PENNAC, Daniel, Como una novela, Anagrama Colección Argumentos, España, 11ª ed., 2006, 152-154 pp.

* La reproducción es usada para fines didácticos y su contenido es propiedad de su autor.